Los Samadhi del Sabado
Dies Irae, Dies Illa, Dia de Ira, este Dia
Durante el Siglo XX, los cristianos apostólicos solíamos entonar este himno en las misas de difuntos, como si el final de la vida humana no fuera la oportunidad de renacer en otra sino el resultado de la ira de Dios, esa Divinidad supuestamente vengativa, cuya ira los pueblos primitivos intentaban obviar con sacrificios, muchas veces humanos, la Inquisición apaciguar con la tortura y la hoguera, el Islamismo con la lapidación.
Las catástrofes naturales ocurridas el año pasado en el mundo entero, nos invitan a caer en la trampa de la pregunta de: “por qué tanto castigo, por qué tanto sufrimiento entre los inocentes”.
La ira de Dios se ejerce sobre nuestro planeta?
La persecución y el éxodo forzado de los Tibetanos fueron la puerta de acceso que permitió a Occidente conocer las disciplinas orientales y acceder a la noción de “causa-efecto” que abre nuestra conciencia a otra percepción de las leyes del Universo.
El cosmos desconoce la ira, se rige como lo demuestra la física cuántica, por una prodigiosa armonía, cuya prueba más evidente es el equilibrio de las estaciones, la evolución de las especies el crecimiento de nuestras células.
Para ascender en su escala de consciencia, la mente humana requiere experimentar las consecuencias de sus propios actos, el sufrimiento que creamos en personas y situaciones vuelve hacia nosotros a través de anos y vidas pasadas. No se trata de un castigo, no es ira divina contra la humanidad, es la ley de evolución de nuestras mentes que sólo crece a través de la experiencia.
Resulta a veces difícil marcar la frontera entre esa Ley universal del Karma y la justicia social. En efecto cómo comprender y explicar el ineluctable principio de causa-efecto sin dejar de comprometernos a aliviar las injusticias?
La filósofa Hannah Arendt en su libro «la crisis de la cultura» describe cómo para los Antiguos (sean Griegos o pertenecientes a la cosmovisión andina) existen dos formas de contrarrestar la muerte: a través de la trasmisión y descendencia genética para inscribirse en el ciclo eterno de la naturaleza y la segunda: realizando actos y gestas heroicas que trascienden la finitud y escapan al olvido. Pero luego, Epicteto y Marco Aurelio nos invitan a «vivir y morir como Dioses», es decir percibiendo en nuestra esencia humana nuestro enlace privilegiado con la harmonía cósmica, la consciencia que somos a la vez mortales y eternos.
Hoy, después que el cristianismo introdujera la noción tan sutil cuanto esotérica de «libre albedrio» del ser humano, después de los principios revolucionarios de Descarte y Rousseau, recogiendo ahora las luces que los descubrimientos científicos nos brindan, podemos tomar distancia para observar serenamente el ritmo de cada proceso, sea personal o grupal, cuanta sincronía se manifiesta entre la causa y el efecto y dejarnos llevar por el flujo de las energías que nos conducen. Ello demanda, en vez de la contemplación pasiva de la belleza del universo, la elaboración reflexiva, la construcción activa del espíritu humano para dar sentido a los fenómenos naturales cuyo ordenamiento no es un hecho determinante sino que ha de ser introducido por nosotros desde afuera.
El observador modifica lo observado.