Los Samadhi del Sabado – “El manjar de las gallinas”
“La suerte de las naciones depende de su manera de alimentarse” decía en su primer tratado Brillat-Savarin, el filósofo francés de la gastronomía nacido en 1755.
Esta frase toma una dimensión premonitoria de las acciones que todas las naciones deben considerar pero que, en el caso del Perú por la extraordinaria diversidad de sus riquezas, adquiere calidad de mandato de supervivencia para todo nuestro planeta.
La afirmación y continuidad de la identidad étnica se basa en la preservación de sus costumbres alimentarias y corre a veces peligro entre las poblaciones que migran a otra cultura.
En el proceso de construcción de la identidad alimentaria y su confrontación con el Otro, si nos definimos a través de nuestra alimentación, debemos admitir que igualmente definimos al Otro, al extranjero por el hecho que no come lo mismo que nosotros. En muchos casos, el sentimiento de identificación se da por contraste de negación: no se es peruano por comer cebiche o beber pisco sour, sino porque en otros países no hacen lo mismo, y cuando lo hacen, sabe totalmente distinto al nuestro. Es la comida ajena la que nos reafirma en nuestra pertenencia al grupo. Cada cultura define lo que come y considera como ajeno y extranjero a quienes comen cosas que no nos parecen apetecibles o comestibles.
Es al alejarse del terruño o de la patria que uno aprehende la importancia de «su comida» la especificidad de sus olores, sus trucos, sus sabores que nos reconfortan.
Surge entonces la genuina dimensión cultural de lo que nos hace falta.
El sentimiento de no pertenencia puede experimentarse de manera positiva o negativa: el inmigrante puede intentar borrar las diferencias que lo separan de su nuevo entorno y sufrir una desvalorización de su propia identidad o, por lo contrario, querer reivindicar esas diferencias.
Acaso no se le consideró durante siglos a la quinua como “comida para las gallinas” y es hoy requerida a nivel mundial, adquirida fuera del Perú a precios exorbitantes y servida ahora en los más refinados restaurantes de lujo de Lima o de la Costa azul? Y quién valoró la oca, la mashua, el cashuro, el yacón, la unchucha o el olluco antes que estuvieran en los restaurantes limeños?
En esta transformación de la percepción valorativa de productos tan nativos, intervinieron muchos factores entre los cuales uno de los primordiales ha sido que la preocupación que crece a nivel mundial por consumir productos naturales y saludables permitió que comenzáramos a apreciar un cereal extraordinario, entre muchos otros, que los países europeos consumían con deleite, convencidos que era un producto boliviano que aun llaman “el quinua”! sin que el Perú reivindique su género.
Es a la distancia que un pueblo valora, habla de la comida suya, la que evoca su infancia, su tierra como plato emblemático: los peruanos exiliados o emigrados tienen una inconmensurable nostalgia por el cebiche, los anticuchos, los ajíes, o los camarones, los argentinos por el asado con chimichurri, los franceses por sus panes de tradición, sus cientos de quesos afinados, el foie-gras o las ostras y mariscos de su litoral. Todos por igual hablamos de nuestras tradiciones como memoria de sí mismo y de su etnia cuando estamos fuera de nuestro país. Nos permite recrear un recuerdo idílico del país, la comida se convierte en uno de los más poderosos instrumentos para re-crear nuestra identidad en el extranjero.
En el mundo globalizado en el que vivimos, la preocupación por preservar la especificidad de una cultura culinaria tan rica como la del Perú podría parecer un vano intento. Sin embargo, es precisamente por la proliferación de las comidas chatarra cuya rapidez de preparación sólo es igualada por la celeridad con que dañan nuestra salud, que la tarea de preservar las tradiciones culinarias se hace más imperativa. Es justo y necesario adaptarse a las técnicas actuales que permiten acortar tareas o simplificar procesos en la elaboración de los alimentos, pero es esencial preservar y priorizar el uso de los productos de estación en cada región, la preservación ecológica de las especies, la autenticidad de los sabores, y valorar la participación de quienes cultivan, cosechan y pescan los maravillosos productos naturales que aún conserva el Perú. Y, desde una perspectiva psicoterapeútica, es tiempo aun de preservar el espacio mágico en que la familia se sienta en la mesa, sin interrupciones electrónicas, para compartir la mesa, el diálogo, el encuentro generacional. Compartir el tiempo en el que la mamá enseña cómo hacer una masa, o el padre como preparar los anticuchos o la pesca del día.
La tierra del Perú, tan bañada por el sol, guarda tesoros arqueológicos extraordinarios que son la muestra más palpable de la continuidad y superposición de culturas milenarias. Es emocionante comprobar cómo las jóvenes generaciones en formación se abocan con entusiasmo a estudiar, descubrir, recrear y renovar para conservarlas mejor las tradiciones de sus antepasados en lo que toca más íntimamente su identidad: la comida.
A esta legión de talentosos cocineros y profesionales de hotelería y turismo receptivo incumbe la ardua pero espléndida tarea de sentir que la tradición culinaria del Perú es parte intrínseca e indivisible de la identidad de cada peruano. De todos quienes vivimos, respetamos y amamos esta tierra y los riquísimos frutos que nos brinda cada día.
Digámosles también la importancia de no confundir “fusión “con confusión, de no cegarse con espejismos que los apartan de la sabiduría, la humildad y el amor de su propia tierra y el sabor de sus ingredientes. Que nadie es ni se hace “Chef” por llevar un hermoso uniforme con gorro blanco, que lo importante es convertirse en “cocinero”, panadero, pastelero, a base de talento, con esfuerzo, disciplina, puntualidad, y con la inmensa creatividad e incalculable humildad que requiere la cocina que no es más que la alquimia del amor por los demás.